La coquetería ni se crea ni se transforma
El pasado fin de semana tuve uno de esos encuentros familiares en los que todo puede salir mal pero, por alguna extraña razón, suelen terminar con una sonrisa en la boca.
Mi abuela materna celebraba su 85 cumpleaños. Con tal ocasión había decidido reunir a la mayor cantidad de familiares directos posible. Además de sus hermanas y hermanos (que son mayores y no viven excesivamente cerca) solo faltó mi tío (y su mujer), muy ocupado con los extraños negocios que tiene con unas minas en alguna zona ignota del Brasil. Se tanteó incluso la opción de guardarle una silla y decorarla con una foto suya a tamaño gigante, como hacen en los ensayos de los Oscar.
La comida transcurrió según lo previsible: el joven matrimonio que vuelve bronceado de Punta Cana, la niña rebelde que se esconde debajo de la mesa y se niega a comer tanta carne como patatas, los recuerdos de tiempos pretéritos (¿Te acuerdas de aquel chico? ¿Cómo se llamaba?), los brindis, los cánticos (bueno, tampoco muchos)...
Y llegó, claro, la hora de las fotos. En dúo, en trío, el dedo que se escapa cuando aún se están preparando, el que cruzaba por el fondo. Pero si en la ópera dicen que no está todo acabado hasta que canta la gorda, aquí la guinda también llegó, como es natural, al final. Ya estábamos todos en la calle y faltaba una foto más, la de mi abuela con su prima y la hija de esta: las tres de mayor edad de la comida. Entonces surgió la coquetería y nos apabulló a todos: sacaron sus lápices de labios y se pusieron a retocarse las unas a las otras. Para aquella foto había que estar bien guapas, explicaron. Sin discusión.
Xx
|