2008/01/21

Brasil: día 4

Después de la paliza del día anterior toca algo más tranquilo y turístico. Empiezo con una de las dos visitas obligadas de Rio: El pan de azúcar. Primero se coge un teleférico que te deja en el Morro da Urca (colina de la urraca, y es cierto), dónde ya hay unas vistas espectaculares de la ciudad. Es una buena forma de ser consciente de la geografía del sitio: una ciudad enorme cuya parte más popular (las playas de Botafogo, Flamengo, Copacabana, Ipanema y Leblón) están separadas por colinas, muchas veces colonizadas por las favelas. El más rico puede vivir a poco más de un kilómetro del más pobre. Luego se sube en un segundo teleférico al pan de azúcar, una colina aún más alta que casi mira de tú a tú al Cristo del Corcovado.

Bajo otra vez al centro y descubro la maravillosa Confitería Colombo, un lugar amplio y lujoso que parece haberse quedado clavado en el tiempo allá por 1915.

Una de las visitas que me habían recomendado dos amigas brasileiras y que desaconsejan (por peligrosa) todas las guías es el barrio de Santa Teresa, al que se llega a través de un tranvía desde el centro. Se trata de un antiguo barrio-jardín colonial lleno de antiguas mansiones que ahora parecen abandonadas. Por el camino ves mucha pobreza y nula policía. Además, durante el trayecto se van colgando del tranvía grupos de chavalillos que esperan cualquier descuido para llevarse una cartera o una cámara de vídeo. La sensación de inseguridad fue tal que casi todos los que viajábamos en el tranvía lo utilizamos también para bajar. Lo cierto es que en la parte más cercana al centro sí se veía algún policía, en una zona en la que se supone que se encuentra alguno de los mejores restaurantes caseros de la ciudad.

Como no me apetecía hacer más el turista me fui a Botafogo para ver una película (´La culpa es de Fidel´, de la hija de Costa-Gavras) y descubrí un par de locales (el propio cine y una librería-cafetería en la misma calle) muy al gusto indie-intelectual europeo. Incluso los brasilenhos que iban allí al cine vestían como si estuvieran en París.

Y para acabar el día (como casi todos los días), un zumo y un ´salgado´ (normalmente una especie de empanadilla) en una de las miles de lanchonettes en las que los brasilenhos comen a cualquier hora del día: siempre pequenhas y no muy limpias pero siempre acogedoras.

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